El vencedor, Alfonso Henriques, nacido en Guimarães, fue coronado como primer rey de Portugal por el papa Alejandro III en 1139. Fijó la capital en su ciudad natal y, poco a poco, empezó a comerles terreno a los árabes que poblaban el sur, una reconquista que culminó con el nacimiento del Portugal que conocemos actualmente.
Para revivir la batalla, toca subir al castillo originario del siglo X y donde nació Henriques. De aquellos días gloriosos hoy queda la fachada, digna de una película medieval. Y un interior hueco lleno de escaleras que llevan a los visitantes de una almena a otra. Para contemplar buenas panorámicas, lo mejor es subir a la torre. Las vistas merecen la pena, aunque, ojo, el último tramo de la escalinata es un poco complicado.
Es una visita que no deja indiferente. Los portugueses la adoran por su profunda esencia patriótica. A los foráneos los hechiza por ese sabor añejo y esa aura de tranquilidad tan difícil de encontrar en otros destinos.
Todos sucumben ante el peso abrumador de su patrimonio monumental y ante el silencio que se escucha al caminar por esas callejuelas estrechas, con adoquines milenarios, donde se esconden fachadas rococós decoradas con coloridos azulejos, arcos y soportales de granito, casas de colores con balcones de madera de donde cuelgan tendales rebosantes de sábanas y toallas que bailan al son de la brisa que a estas alturas del año ya avisa de la cercana primavera. Y comercios centenarios de esos que ya no quedan en España pero que, por suerte, aún resisten en Portugal.