30 de marzo de 2013, 09:00 horas. Tras un primer día en la capital alemana en la que pude conocer de primera mano la riqueza cultural, arquitectónica y festiva de Berlín…me levanté con una resaca de impresión. Seguro que aquella camarera tan simpática y atractiva echó alguna sustancia en una de las innumerables cervezas que nos bebimos. O tal vez fueron las rondas de Jägermeister que intercalamos entre jarra y jarra. Sea como fuere, bajamos a desayunar y nos preparamos para seguir explorando tan magna urbe.
Como el grupo andaba también sufriendo los efectos de nuestra primera gran juerga berlinesa, decidimos que esa mañana fuera más reposada. Y es que el tiempo tampoco acompañaba. Durante todo el viaje soportamos temperaturas bajo cero y una nevada como jamás habíamos visto. Por ello salimos de Alexanderplatz y nos encaminamos hacia Karl-Marx-Allee, la zona comunista por antonomasia de la ciudad, donde esperaba uno de los emplazamientos que personalmente más interés tenía en visitar.
Allí, en un paraje excepcional donde los edificios de forma cuadriculada y apariencia gris acariciaban el horizonte, encontré un pequeño resquicio de modernidad, lo que resulta ciertamente contradictorio cuando de lo que estoy hablando es de uno de los museos sobre videojuegos retro más importante del mundo.
El Computer spiele museum, para el que todavía no lo conozca, es un museo dedicado exclusivamente al videojuego y a su historia. Creado por Andreas Lange en 1997, su colección de máquinas y juegos es de un tamaño fuera de lo común, con algunas piezas que es prácticamente imposible ver en cualquier otro lugar.
Como nuestros acompañantes no eran tan aficionados a los videojuegos como nosotros, ellos decidieron visitar un parque cercano mientras mi esposa y yo disfrutábamos de lo que este pintoresco museo podía ofrecernos. Bastante ilusionados entramos al edificio, donde lo primero que se observa al entrar es una majestuosa estatua de Link que preside la estancia. El chico encargado de los tickets nos explicó que los tours tenían que ser concertados con anterioridad, por lo que no tuvimos más remedio que comprar un par de entradas sencillas. El problema de estas entradas es que hay ciertas máquinas que no pueden ser disfrutadas, ya que solo se encienden cuando los visitantes contratan el tour “play the originals“, por lo que me quedé con las ganas de echar una partida a las versiones recreativas de Pong o Computer Space.
Todavía algo contrariado por saber que no iba a poder cumplir una de mis ilusiones nos adentramos en el museo en sí. La imagen de todo lo que había allí rápidamente eliminó de mi mente ese pequeño disgusto. Organizadas en bonitas cuadrículas podíamos ver varios juegos que, por un motivo u otro, habían hecho historia. Todo con sus correspondientes explicaciones (en inglés y alemán). A destacar también unos monitores con una especie de joystick clásico conectado, que nos permitían seleccionar entre diferentes vídeos acerca de la historia de los videojuegos. Muy elegante y vintage, aunque ver en esta pared la versión completa de E.T para Atari 2600 consiguió revolver mi ya de por sí castigado estómago.
En la pared de la derecha más cuadrículas repletas de máquinas, tras las cuales un fondo verde pistacho se encargaba de destacar más aún sus contornos. La flor y nata de los sistemas de 8 y 16 bits reposaban tranquilamente en estos cubículos, donde destacaban sobremanera la Vectrex con su majestuosidad habitual y un pequeño Spectrum de 48k, que parecía pedir a gritos un compañero de habitación. Debajo de las mismas, unos pequeños muebles con fichas de madera nos explicaban más en detalle cuestiones sobre varias de las máquinas expuestas. Un detalle bastante bueno para que los visitantes que por primera vez conocían uno de esos sistemas pudiera disponer de información sobre el mismo. Personalmente quedé prendado de un Mac clásico firmado -creo que por Steve Wozniak- que me hubiera llevado sin remordimiento alguno a casa.
Justo en el centro de la habitación, en una pared que dividía la estancia en dos mitades, se encontraba la zona de “experimentos extraños”, como jocosamente decidí nombrarla. En ella descansaban la Virtua boy, un plasma 3D con una PS3 y el Wipeout para que el público disfrutara del efecto (gafas 3D mediante) y, sobre todo, una máquina de realidad virtual de aquellas que se crearon a mediados de los noventa. Desgraciadamente, dicha máquina permanecía (al igual que las recreativas de Pong y Computer Space) apagada para el público, por lo que decidí jugar una partida a Wipeout en 3D con el consiguiente riesgo de vomitona.
A la derecha de dicha pared divisoria se encontraba la zona de recreativas, donde se podía jugar libremente (en estas sí) a clásicos como Gauntlet (con sus cuatro jugadores simultáneos), Asteroids, Frogger, Space Invaders o Galaga. Mientras esperaba a que el chico que jugaba a la máquina cocktail de Galaga terminara su partida tuve tiempo de probar todas las máquinas, disfrutando especialmente de Asteroids y sus gráficos vectoriales. Tengo el enorme orgullo de haber disfrutado a tope de la experiencia que supone jugar a la Vectrex, pero he de decir que no tiene ni punto de comparación con esa maravilla hecha videojuego. Sencillamente impresiona.
Como el chico parecía ser especialmente bueno en Galaga y mi mujer había venido a reclamarme (su partida al Tomb raider de PSX había terminado) decidimos ir a una de las atracciones del museo. Conectada a un sencillo plasma y con una copia de Pacman dispuesta para ser jugada, una Atari 2600Jr. dominaba la habitación. ¿Por qué dedicar tanto espacio a algo tan común como una Atari 2600?¡Y encima con un juego como ese! Por el controlador: un mando GIGANTE de Atari al que había que subirse para poder manejarlo. La mejor forma de trabajar biceps y triceps mientras nos divertimos. Como no podía ser de otra forma ambos subimos a probarlo, aunque la precisión de dicho control no era precisamente su mejor virtud.
Saliendo de la “zona arcade” y yendo justo al final de la habitación podíamos ver una exposición de ordenadores y juegos clásicos, donde unos chicos disfrutaban del imperecedero Zork I en un emulador. Pero lo que más llamó mi atención fue una máquina infernal que me hubiera encantado probar: la “painstation“. Dicho engendro no es más que un Pong para dos jugadores en la que cada uno de los competidores debe poner la mano que no use (se controla mediante una ruleta con una sola mano) sobre una zona especial de la máquina, de forma que cuando un jugador gana un punto, proporciona al rival una graciosa descarga eléctrica. Evidentemente no iba a probarlo con mi mujer y casi prefiero no haberla probado con mi primo, el otro varón del grupo. De ahí no hubiera salido nada bueno.
A la vuelta, en la habitación de la izquierda podíamos ver algunos juegos de tipo interactivo, como el típico Dance Dance Revolution con una alfombra profesional metálica que parecía ser bastante cara, o un juego de ciclismo que nos obligaba a quemar calorías para batir records. Como nuestros cuerpos no estaban para muchos trotes seguimos dando una tranquila vuelta por la parte izquierda de la habitación (donde se podían ver distintos medios de almacenamiento y algunos vídeos muy interesantes) para, acto seguido, pasar por la tienda de regalos -no pude evitar llevarme una mini recreativa de Pacman con caramelos- y salir al exterior en busca de algo con lo que combatir la sed.
Una visita rápida (apenas estuvimos 45 minutos) a uno de los sitios de peregrinaje clave para gamers. De mi estancia en el museo guardo un cierto regusto amargo. Las expectativas para mi eran muy altas -excesivas-, y el hecho de no poder probar ni Pong ni Computer Space ya de por sí supuso una pequeña decepción. Entiendo que los motivos son razonables (evitar el desgaste en este tipo de máquinas) pero no pude evitar sentirme decepcionado. En cuanto al espacio, no es pequeño y está bastante bien aprovechado pero la verdad es que personalmente lo esperaba bastante más grande. Es un buen inicio, pero de un museo del prestigio de este Computer Spiele Museum esperaba simplemente lo mejor.
Otro aspecto a criticar bajo mi punto de vista es en el hecho de que la mayor parte de máquinas expuestas estuvieran desconectadas. Considero importante que en un museo de este tipo todas las consolas y ordenadores estén encendidos, estén o no a disposición del público. Creo que no tiene sentido que la gente vea una Vectrex apagada más allá de poder ver su aspecto “in situ”. Lo ideal sería que todo el que acuda a este sitio pueda, al menos, verla en funcionamiento. También comprendo que ello podría suponer un desgaste importante en algunos aparatos, pero otros pueden pasar 12 horas conectadas sin sufrir ningún daño.
Con este análisis del sitio no quiero que se me malinterprete. Es un lugar increible, muy bien planteado y el amor por el videojuego se aprecia desde la misma entrada (ya me gustaría que en nuestro país surgiera una iniciativa así). El problema es que tal vez mis expectativas eran demasiado altas. Aun así, si visitáis Berlín y os gustan los videojuegos yo no dejaría pasar la oportunidad de ver la obra iniciada por Andreas Lange. Realmente merece mucho la pena.
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