No entiendo como puede haber gente a quienes no les guste Bruselas. Es una opinión personal. No me pagan por decirlo, se lo aseguro. E insisto, a mi Bruselas me encanta.
Quizá influyan muchos detalles en esta
opinión. Por lo pronto, siempre que he viajado a esta ciudad he conocido
a gente encantadora, será una simple coincidencia, vale, pero a mi eso
me marca. Entre ellos Pierre Olivier, mi acompañante en
este viaje, con quien he recorrido la ciudad de punta a punta en busca
de rincones de esos que no salen en las guías turísticas y de los que
tanto me gusta a mi hablar en mis reportajes. Pierre es una de esas
personas con las que da gusto trabajar, a quien no asusta el esfuerzo
que supone caminar kilómetros y kilómetros (no exagero, en una jornada
de trabajo urbana, puedo llegar a caminar hasta cuarenta kilómetros al
día, lo he comprobado muchas veces con un podómetro) con una periodista
como yo, amiga de las preguntas indiscretas, que huye de los tópicos y
que está siempre en busca de lo nuevo.
Pierre me mostró una cara nueva de Bruselas que no conocía. Paseamos por barrios alejados del centro pero repletos de vida. Vimos edificios maravillosos estilo Art Nouveau. Cafés. Algún que otro museo.
Y charlamos mucho sobre la vida en esta ciudad que sólo asoma en los
medios de comunicación cuando toca hablar de política europea (en
Bruselas están la Comisión y el Parlamento Europeo, organismo que comparte sede con Estrasburgo).
Es curioso, yo he venido a Bruselas muchas veces en los últimos años y nunca he visitado las instituciones europeas.
Y no es por que no me interese la política, (bueno, vale, cada vez un
poco menos). El problema es que mis visitas siempre son muy cortas
prefiero aprovechar el tiempo para hacer otras cosas más divertidas,
según mi punto de vista. Por ejemplo, ver los escaparates del moderno barrio de Dansaert, donde reinan las tiendas de los diseñadotes belgas
(muchos de ellos formados en la escuela de moda de Amberes). Eso sí,
sólo mirar ya que los precios de los creadores belgas no se ajustan a mi
presupuesto, pero que quieren que les diga, me gusta SUFRIR. Por eso
también me gusta perderme por el barrio de los anticuarios (el Sablon) y
SOÑAR.
Me gusta hojear las guías del ocio
locales para ver que exposiciones hay en el momento en la ciudad, que
conciertos, que espectáculos. Y siempre me llevo la sorpresa de que hay
mucho. muchísimo para elegir. También me gusta sentarme en una
cervecería y probar alguna de las miles de cervezas que suelen tener en
las cartas. Y tomarme un cucurucho de patatas fritas con mayonesa mientras paseo. Mmmmm.
Me encanta subirme al tranvía.
Y mirar las caras de la gente. Y confirmar que esta es una ciudad
multirracial y cosmopolita, donde habitan personas de más de cien
nacionalidades. Donde se escucha hablar francés y neerlandés o flamenco
(los dos idiomas oficiales del país) tanto como español, alemán, árabe,
ruso… Y todos se respetan entre ellos. Bruselas es un ejemplo de
convivencia. Están muy acostumbrados a ese ir y venir de personas y no
protestan por ello, sino que absorben lo mejor de las razas que aquí
habitan. Por ejemplo, sus sabores. En Bruselas es fácil encontrar
restaurantes de comidas exóticas impensables en España: tibetana,
libanesa, persa, brasileña, peruana, polaca, finlandesa… y lo que es
mejor, no sólo por países, también por regiones: gallega, asturiana,
andaluza, bretona, milanesa, de Baviera… El mundo a la carta.
Y si mi viaje cae en jueves, suelo ir a un concierto de jazz. Por cierto, una curiosidad. ¿Sabían que el inventor del saxo fue un belga?. Se llamaba Antoine Joseph, pero le apodaron como Adolphe saax y nació en 1814 en una localidad llamada Dinant (Bélgica).
Por eso en Bruselas hay tanta tradición de jazz. Yo me enteré
de esto esta misma tarde. De esta historia y de otras muchas, detalles
de la vida que uno aprende cuando se viaja. Pequeñas experiencias
vitales que dejan huella para siempre.
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