Sigo mi recorrido por la capital de Rusia. Y el primer lugar que se nos viene a la cabeza al pensar en Moscú es sin duda la Plaza Roja, esa explanada de más de quinientos metros de largo en la que se mire adónde se mire hay algo de interés.
La imagen dominante es la peculiar silueta de la catedral de San Basilio, con sus coloridas cúpulas en forma de bulbo. A la derecha de San Basilio se ve la muralla de ladrillo rojo que rodea el Kremlin. Y la famosa torre de San Salvador, por donde antes se entraba a esta ciudadela que durante años fue morada de zares y luego cuartel general del Gobierno de la Unión Soviética.
Pero para mi, el monumento mas interesante y surrealista de la plaza es el Mausoleo Lenin donde aún se conserva el cuerpo momificado del líder bolchevique que dirigió la Revolución de Octubre y que pasó a la historia por ser el primer presidente soviético. Entrar es gratis. Y según la época del año, las colas ¡eternas! Pero en Rusia todo tiene solución si se lleva dinero, cash, en el bolsillo. Los impacientes pueden contratar un guía extraoficial que se salta la espera —previo soborno a los guardias— a cambio de 15 euros, costumbre típica en Rusia, donde todo se agiliza a golpe de talonario.
Con guía o sin él, antes de entrar la policía obliga a guardar en una consigna bolso, cámaras de fotos, teléfonos… El camino hacia la pirámide pasa ante las tumbas de otros presidentes de la URSS como Stalin (quien también estuvo momificado durante años), Breznev, Andropov, Chernenko... y otras figuras ilustres como el astronauta Yuri Gagarin o el escritor Máximo Gorki. Eso sí, los nombres están en cirílico, con lo que resulta complicado identificar cada una de las tumbas.
Más familiar resulta el rostro de Lenin, quien reposa cual muñeco en una urna de cristal suavemente iluminada. Al contemplarlo, choca pensar que murió ¡en enero de 1924!. Cuentan que en aquella jornada los termómetros de Moscú marcaban ¡cuarenta grados bajo cero!. A pesar del frío gélido una multitud salió a la calle. Había hogueras por toda la ciudad y la marcha fúnebre sonaba por doquier, acompañada de explosiones de dinamita. Otro de esos días históricos para la historia de Rusia y del mundo.
Hay que pasar rápido, no
permiten pararse para contemplar con detenimiento al personaje ante el
que se desfila, no se pueden hacer fotos. “¡No es un animal de circo!. Es una de las herencias del viejo sistema” me comenta Igor, 50 años, guía turístico, antes militar, uno de esos miles de moscovitas confundidos y desencantados de vivir en un país donde, asegura, “nunca nadie ha conseguido nada”.
No entiende porqué la gente hace cola para ver a Lenin, no comprende porqué no le dejan reposar en paz. Es uno de los muchos rusos que aún confía en la ideología de la Revolución, que cree en el sueño de Lenin y que no soporta que pasen ante él turistas poco respetuosos, con chanclas y chicle y charlando mientras miran de qué color es hoy la corbata de su ya momificado camarada.
De repente, una visión del pasado. Un grupo de niñas uniformadas, con una rosa roja en la mano acaban de entrar en el mausoleo. Es un colegio que ha decidido pasar su jornada de excursión visitando a Lenin. Las niñas desfilan cual militares, ordenadas y no se escucha ni una risa, están serias y rígidas. Su imagen es tan chocante que en cuestión de minutos los turistas de la chancla las rodean para inmortalizarlas.
Así es Moscú. Contraste tras contraste.
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